331-Curso de autoestima

331-Curso de autoestima. Para ver en video: https://www.youtube.com/watch?v=bYYetX-6NVw

331. ¿Qué es la Enfermedad?

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“La salud es un estado de perfecto (completo) bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedad”.

Definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

¿Qué entendemos por enfermedad? Si nos remitimos al origen etimológico veremos que deriva de la palabra latina infirmitas, que significa falta de firmeza.

Históricamente el hombre fue tomando diferentes posturas frente a la enfermedad. El hombre de la Edad Media, por ejemplo, tenía una actitud  pasiva e indefensa frente a la misma. Se sentía un mero espectador de lo  que consideraba un castigo divino. La causa de la enfermedad, creía él,  provenía de una fuente todopoderosa y sobrenatural frente a la cual nada  se podía hacer, tan sólo resignarse o esperar el milagro. Evoluciones  posteriores siguen manteniendo esta postura de indefensión.

Recién en el siglo XIX, a partir de los descubrimientos de Luis Pasteur, cambia esta actitud. Si las enfermedades infecciosas son  producidas por microorganismos llamados virus o bacterias, los mismos no son sobrenaturales ni todopoderosos y se pueden combatir. El hombre se convierte en espectador activo de su enfermedad: espectador porque cree  que el trastorno viene del medio aleatoriamente (el contagio está librado a la oportunidad y al azar) pero activo porque puede luchar contra ello, mediante vacunas y antibióticos. Si bien el descubrimiento de Pasteur ha sido valiosísimo y ha contribuido a salvar innumerables vidas y a mejorar la calidad de la misma, su interpretació n dio lugar a dos concepciones erróneas acerca de la salud: primeramente, la de creer que para ser sano hay que luchar contra la enfermedad y no, como sería lo adecuado, promover la salud y en segundo lugar, se crea la pseudo ilusión de que es un estímulo externo (una pastilla, una vacuna) el que produce el bienestar.

Claude Bernard, un fisiólogo contemporáneo de Pasteur, descubrió que en toda enfermedad es tan importante el terreno como los microorganismos.

El hombre ya no sería un espectador, es un co-autor de su enfermedad.

Citando al doctor Gabriel Castellá, nuestro cuerpo está constituido por                       10 000 000 000 000 células. La realidad es según este dato que albergamos más bacterias que células, exactamente 100 000 000 000 000. Esto representa ¡10 veces más bacterias que células!  Con otras palabras, es como si cada una de nuestras células tuviera que enfrentar a 10 bacterias. Se estima también que, por día ingresan al torrente sanguíneo cien millones de bacterias a través, principalmente, del intestino. Se estima también que a lo largo de nuestra vida nos enfrentamos a 150 especies patógenas de bacterias. Ante la magnitud de tales cifras cabe la siguiente pregunta: ¿Cuántas veces tenemos infecciones bacterianas? Muy pocas veces, como promedio se calcula entre 10 y 15 infecciones en toda la vida. ¿Qué nos indican estas cifras? Por lo menos dos cosas: la primera, que las infecciones son una excepción; la segunda, que si son una excepción no dependen de las bacterias que están siempre presentes. ¿De qué dependen entonces? Nunca hay desarrollo bacteriano sin previo descenso y alteración del sistema inmunológico.

¿Cuándo se produce esta alteración del sistema inmune? Cuando sufrimos distress. ¿Y éste de qué depende? De la actitud con qué nosotros mismos encaramos la vida. Somos responsables de las respuestas que damos frente a las situaciones que nos toca vivir.

La clave estaría, entonces, en cómo reaccionamos frente al medio.

Sabemos que frente al mismo estímulo dos personas pueden dar respuestas hasta opuestas. Entonces la enfermedad es una respuesta inadecuada de alarma frente a los estímulos que nos tocan vivir. En realidad, desde esta postura, no hablamos de enfermedad, sino de la persona que enferma, ya que no existe «la gripe», existen personas que padecen ciertas dolencias que para su estudio y clasificación se han denominado así. Nos ubicamos, entonces, como protagonistas y no como espectadores de lo que nos ocurre.

Si respondemos al medio con miedos insensatos (frente a peligros que no existen), con rabia (producida por la impotencia que da el miedo), con ansiedad (por no saber esperar que sucedan los acontecimientos a su debido tiempo), con culpa (la aniquilación del ser frente a la conciencia del  error cometido), con depresión, etc. se produce un desorden en nosotros y esto ocasiona la enfermedad. Esto no quiere decir que conscientemente queramos enfermar, pero al hacerlo estamos expresando inadecuadamente algo que no podemos resolver.

Detrás del enfermar hay un aprendizaje: enfermamos de lo que hemos aprendido a hacer. Las respuestas que damos frente a los distintos estímulos dependen de lo que aprendimos, de nuestra cultura. Es el hombre el que crea las respuestas, es él el que crea el enfermar. Las bacterias y los virus son la materia a partir de la cual se crea, representan el cómo, pero no el por qué, ya que el hombre no puede crear de la nada. La medicación ayuda, alivia, pero la verdadera curación está en la toma de conciencia, aceptación y comprensión.     

El enfermar es siempre una respuesta violenta para destruir lo que se vive como peligroso, es una forma inadecuada de defensa. Si bien causa dolor y malestar, éste es vivido como inferior al que se busca evitar. Hay una alteración de la comunicación, que en la salud debiera ser fluida y buena.

En la enfermedad es muy importante la memoria que está ligada al aspecto afectivo de nuestros aprendizajes. Todo enfermar es un acto de memoria y, en sentido amplio, abarca también nuestra memoria ancestral contenida en el programa de vida. Muchas enfermedades son producidas por aprendizajes potenciados por varias generaciones.

La enfermedad no es un accidente que irrumpe desde afuera en el rumbo de una vida, sino una vicisitud biográfica dotada de sentido. El hombre enfermo lleva en su cuerpo una historia que no puede soportar: sus órganos expresan lo que sus labios callan.

La gran mayoría de la comunidad civilizada interpreta que enfermar es sufrir un proceso que la ciencia concibe como el efecto de una causa. Un proceso de cuyo tratamiento se ocupan los médicos. Gracias al desarrollo de la ciencia y de la técnica, la medicina puede hacer hoy por el enfermo muchísimo más de lo que ayer hubiéramos podido siquiera imaginar. No sólo ha descubierto la penicilina, el scanner, el transplante cardíaco, la cirugía con rayos láser o los anticuerpos monoclonales.

También ha comenzado a descubrir que las enfermedades físicas son manifestaciones de un drama oculto que compromete la vida entera del enfermo. Muchas enfermedades son rápidamente «derrotadas», pero a medida que la medicina progresa en su capacidad de responder a cómo se ha producido una enfermedad, va quedando cada vez más insatisfecha la antigua pregunta, con la cual la enfermedad siempre nos enfrenta: ¿por qué ha su-cedido? Alguien preguntará, por ejemplo: «¿Por qué me he enfermado de difteria?» «Porque se ha contagiado», se le contestará. Pero en realidad el contagio no es razón; el contagio no ocurre en todas las circunstancias ni en todas las personas expuestas a él.

Si se indaga un poco más, se verá quizá que hay un terreno propicio, una debilidad. Pero si uno va hasta el fondo del asunto, ve con toda claridad que la razón última no se conoce. No basta con decir que nos hemos contagiado, o que hemos tomado frío, o tuvimos mala suerte, o malos hábitos, o una predisposición que nos viene de familia. Volvemos entonces a preguntamos: ¿por qué? O sea, ¿cuál es el significado de la enfermedad, en función de la persona completa que somos, y no en función de un mecanismo expuesto a los avatares fisicoquímicos, al traumatismo o al desgaste?

Estamos acostumbrados a pensar que una enfermedad es un trastorno material; y cuando aceptamos que lo psíquico influye sobre el cuerpo, pensamos en lo psíquico como en una fuerza capaz de generar una alteración en la maquinaria de nuestro cuerpo.

Aunque admitimos que lo psíquico puede ser una causa, nos cuesta creer que «por sí solo» pueda generar una enfermedad «en serio», en la cual intervengan, por ejemplo, los microbios. Tal vez -pensamos- lo psíquico pueda haber iniciado el proceso que conduce a la enfermedad, a través del vicio, del abandono o del descuido, pero una vez que ella se ha establecido, el tratamiento requiere algo más -nos decimos- que psicoterapia. Durante el ejercicio de la medicina nos hemos habituado a pensar que la mejor terapéutica es la etiológica, la que apunta a corregir la causa.

La tarea consiste entonces en identificar el trastorno, descubrir su causa, y su-primirla para hacer desaparecer el efecto. Freud, investigando la histeria, descubrió que sus pacientes «padecían de reminiscencias». Existía un grupo de ideas, separadas del resto de la vida consciente por haber sido reprimidas, recuerdos intolerables como tales, que encontraban una vía de salida convirtiéndose en los síntomas.

El lenguaje que Freud empleó para explicar estos casos conservaba todavía el estilo teórico propio de un modelo físico del mundo, pero su certera intuición, su formación humanística y su inclinación natural a la observación de la realidad clínica, lo condujeron hacia una concepción que trascendió ampliamente el modelo de una relación causal. Freud incidió decididamente en un tipo de pensamiento que con los años, y con el aporte de autores de muy diversas disciplinas, se perfilaría como una «concepción lingüística» del mundo. Según ésta, a pesar de que solemos explorar el universo como si se tratara de una gigantesca maquinaria de reloj, no debemos olvidar que es igualmente fructífero, para el avance de nuestros conocimientos, contemplar sus fenómenos como otros tantos signos lingüísticos que remiten a una unidad de sentido. «El conocimiento de lo que una enfermedad concreta representa como capítulo de la biografía de un hombre suele ser más importante que obtener su alivio.»

Así, comprender un infarto no es comprender «cómo» se produjo – la mecánica del paro cardíaco, o la causa que lo desencadenó- sino «porqué» o «para qué» se produjo. Tal vez… porque hay en la vida de ese individuo algo ignominioso, algo intolerable que no quiere ni puede reconocer. Los per-manentes cólicos renales, ¿no estarán hablando de una ambición inconfesable? Esos trastornos hepáticos recurrentes, ¿serán la única forma que alguien encuentra para manifestar su envidia escondida? Si los gestos de una persona dicen casi siempre mucho más que sus palabras, las enfermedades que «padece», como si fueran gestos realizados con los órganos, dicen lo que ella no puede decir ni decirse a sí misma. Porque si pudiera, no habría enfermedad.

Las historias de los pacientes pacientes muestran que la enfermedad del cuerpo es también una forma de lenguaje. En la historia de una vida la enfermedad parece haber sobrevenido como un accidente indeseable que interrumpe, de manera inesperada, el hilo de los propósitos y de las intenciones. Sin embargo, una vez que hemos aprendido a leer en ese idioma, la enfermedad se nos presenta como un capítulo que forma parte indisoluble de una biografía, completando la trama de la historia con un significado más rico.

Como ocurre con las novelas policiales, cuando la investigación, larga y fatigosamente realizada, finaliza, y se reconstruye el sentido del suceso misterioso o absurdo, todo parece sencillo. La enfermedad deja de ser el acontecimiento ajeno que irrumpe desde afuera de la propia vida, para convertirse en un drama que le pertenece por entero. A veces podemos suprimir los síntomas de una enfermedad sin que la enfermedad misma haya mejorado. Cuando la enfermedad «desaparece” por haberla «aislado» o «combatido» -como si se tratara de un enemigo que sólo afecta a una parte de nuestro territorio físico-, el drama que se oculta en ella suele empeorar. Aliviar al paciente de su enfermedad puede implicar obligarlo a que haga otra. El caso del paciente que, operado con éxito de un antiguo trastorno de su vesícula biliar, cuando ya podía «estar tranquilo», debe cambiar de especialista para tratarse la hipertensión arterial que luego le surgió, es tan típico como el del que se enferma inmediatamente después de haberse jubilado. La biografía está formada por capítulos que están unidos como los eslabo-nes de una cadena. Por este motivo, el conocimiento de lo que una en-fermedad concreta representa como capítulo de la biografía de un hombre suele ser más importante que obtener su alivio.

La cultura humana es producto del ejercicio de dos facultades: la palabra y la mano. En el curso de la evolución, el hombre adoptó la posición erguida; por ello, y porque puede oponer el pulgar al resto de sus dedos, su mano es capaz de empuñar una herramienta. Durante una época bien definida: del desarrollo humano, la tarea magna consistió en transformar en poder la inermidad del hombre frente a la naturaleza. Mano, herramienta, técnica, ciencias naturales y lógica, son los jalones de ese desarrollo.

El poder técnico del hombre, que es hoy conmovedor, precipitó multitud de efectos colaterales, como la contaminación del ambiente y las necesidades artificiales de consumo, que son en nuestros días un motivo constante de preocupación. En ese mundo técnico, el norte racional de nuestra vida es la idea de que el progreso y el bienestar dependen, fundamentalmente, de la adquisición y el dominio de las cosas.

Pero el hombre típico de nuestra época siente que, en la medida en que au-menta la cantidad de cosas que posee y el dominio que adquiere sobre ellas, se le hace cada vez más difícil encontrarle un sentido a la vida. Ahora bien: no sólo se hace con la mano, también existe el poder transformador de la palabra, que es el único acceso al mundo de la historia. Y así como el ejercicio de la mano evoluciona hasta engendrar el mundo de la técnica, representado en el «cómo» se hace, la función de la palabra genera el universo del motivo y del sentido, representado en el «por qué» y el «para qué» se hace.

Recapitulando, podríamos decir que el enfermar se aprende y que es una respuesta inconsciente que damos. El conocimiento nos viene de generaciones anteriores; por lo que podríamos decir que hay un entrenamiento para enfermar ya que se perfeccionan ciertas respuestas. Es una manera de eludir responsabilidades, de empobrecernos como seres humanos, ya que se restringe nuestra libertad.

El enfermar expresa un lenguaje y un código que si bien es particular en cada persona, expresa ciertas características similares que el doctor Castellá sintetizó de esta manera:

Trastornos en el aparato genital: consecuencia de vivir mal la sexualidad y la maternidad.

Trastornos en el aparato urinario: ligados a los anteriores ya que ambos aparatos tienen un origen embrionario común.

Trastornos en al aparato digestivo: relacionados con problemas económicos.

Obesidad: se presenta como mecanismo de defensa contra la seguridad personal, la tuberculosis, la belleza (cuando ésta se presenta como peligrosa).

Trastornos de piel: relacionados con el miedo al contacto con otros ya que la piel es un órgano de relación.

Problemas odontológicos: generalmente expresan rabia.

Angina: relacionada con el miedo a decir algo, o la culpa por haber dicho algo.

Dolores de espalda: expresan el miedo a la opinión de los otros.

Trastornos en el aparato osteo-artículo- muscular: conllevan una negación a la acción.

Trastornos cardiovasculares: expresan miedo y angustia vital.

Trastornos respiratorios: reflejan una angustia frente al lugar que se ocupa, un sentirse dejado de lado.

Alteraciones en la presión sanguínea: la alta presión señala que puede haber ira acumulada; la baja presión mostraría una necesidad de evadirse.

Desde ya que este listado es relativo, lo importante es ante todo considerar lo personal al analizar una situación.

Cuando hablamos del enfermar como una respuesta inadecuada, surge el interrogante: ¿cuál o cuáles son las respuestas adecuadas? Aquellas que están en armonía con nosotros mismos y el medio.

Solemos decir que «no sólo de pan vive el hombre», y es cierto, porque en nuestro interior existe un anhelo de trascender los límites de nuestra existencia personal, que no se contenta con bienes materiales. El drama que se oculta en toda enfermedad nos enseña que vivimos siempre, lo sepamos o no, para alguien a quien dedicamos lo mejor de cuanto hacemos, y que llevamos dentro una vocación de trascendencia cuya insatisfacción nos arruina.

Terapias

La increíble capacidad de autocuración de nuestro cuerpo está recién siendo descubierta por los científicos en su vasta dimensión. Este conocimiento es a veces transmitido a regañadientes al público, pues implica el hecho de que el cuerpo no opera desde un parámetro solamente físico, sino que las emociones y la mente están tan asociados a su funcionamiento que es imposible separarlos.

Esta asociación «mente-cuerpo» es el terreno de exploración de las terapias llamadas corporales desde hace años. Existen muchas técnicas que pueden incluirse bajo este rótulo. ¿Qué buscan? Que te reencuentres con la sabiduría innata de tu cuerpo; que escuches sus mensajes, que te hablan de conflictos reprimidos y de maravillosas vivencias a la espera de ser conocidas; que lo liberes de corazas y tensiones a que lo sometes para dejarlo expresarse en la gracia natural que todos poseemos cuando lo sentido, lo pensado y lo actuado se unen desde el corazón.

¿Cuántas terapias corporales existen? Decenas, antiguas y modernas. Probablemente, las más tradicionales sean las que trabajan con la energía, un concepto fundamental en este campo. Ésta circula por el cuerpo por canales o meridianos, que están relacionados con distintas funciones físicas, emocionales y mentales. Existen varias formas de actuar sobre estos meridianos: acupuntura, shiatzu, Do In, digitopuntura, reflexología, etc.

Las tradiciones orientales llevan el concepto de energía más allá de lo físico implicando la movilización de varios cuerpos sutiles, de diferentes densidades, con siete puntos primarios: los chacras. La conciencia y alineación de estos cuerpos su armonía con lo divino es la base de varias escuelas, como el yoga, la meditación, el t ai chi, el reiki, el healing, etc.,para nombrar exponentes de diferentes culturas.

En Occidente, se pueden encontrar técnicas como el método Mezieres, que hace hincapié en elongar la musculatura posterior, evitar la rotación interna de los miembros inferiores y el bloqueo diafragmático. Una seguidora de este trabajo es Therese Bertherat con la Antigimnasia.

La Eutonía, de Gerda Alexander, busca la adaptabilidad del tono muscular a los cambiantes estímulos tanto interiores como exteriores, en lugar de la fijación a uno al que estamos sometidos sin darnos cuenta. Es un método muy sutil de exploración consciente, en las antípodas de los que recurren a la manipulación del sistema muscular y conectivo u osteo   neuronales, como el Rolfing, la Osteopatía o la Quiropraxia, en los cuales el terapeuta realiza masajes o alineaciones específicas.

Y ya que menciono los masajes, estos también tienen una larga tradición. Diversas escuelas se han influenciado mutuamente, dando lugar a un enriquecimiento en su aplicación y sus efectos, que los han convertido no sólo en placenteros y relajantes, sino también en terapéuticos.

Otros caminos «biomecánicos» son la Técnica Alexander, que prioriza el área de control primario, esto es, la relación entre cabeza y columna y el Método Feldenkrais, que busca reprogramar el sistema nervioso, haciendo que cada movimiento sea más eficiente y económico, mediante manipulaciones suaves o por ejercicios simples, que persiguen ampliar los límites a los que nos circunscribimos.

En el terreno de la relación mente-cuerpo ha influido largamente la labor del Dr. Wilhelm Reich, un médico psiquiatra contemporáneo de Sigmund Freud. Reich descubrió que las experiencias emocionales de las personas han cortado la fluidez, constituyendo bloqueos musculares (corazas de carácter). La tarea de la terapia es concientizarlas, a fin de que emerjan los contenidos mentales y emocionales subyacentes y solucionar conjuntamente la disolución de la coraza física y el componente psicológico que lo ocasionó. Restituir el libre flujo de energía significa recobrar el estado original de bienestar y unión con el Universo que nos es natural. Pareciera que Oriente y Occidente se vuelven a unir…

Uno de sus discípulos, Alexander Lowen, es el creador de la Bioenergética, una terapia que aúna la liberación física de los bloqueos mediante respiración, ejercicios, masajes y expresión emocional y el enfoque psicoanalítico en su resolución. Otros terapeutas han seguido los postulados de Reich, enriqueciéndolos con propuestas espirituales, como John Pierrakos (Core Therapy), David Boadella (Biosíntesis), Roberto Assagioli (Psicosíntesis).

La Gestalt, creación de Fritz Perls, si bien no es estrictamente una terapia corporal, se apoya en la experiencia directa del aquí y ahora, en el darse cuenta de lo que sucede en cada instante, y se ayuda de las reacciones corporales para ello.

A esta altura, ya debes estar desintegrándote con tanta diversidad de técnicas. Es hora de integrar, entonces. Existen terapias que justamente proponen la concientización de la unidad que realmente somos de cuerpo-mente-espíritu. Y no sólo del paciente, sino también del terapeuta. Este debe trabajar continuamente en su propia alineación, a fin de crear el espacio necesario para que el proceso de sanación ocurra.

Se trata de establecer una comunicación fluida de Ser Interior a Ser Interior, en la que ambos se enriquezcan mutuamente. Que no se lleve por reglas fijas de tecnicismos, sino por la escucha intuitiva y abierta de las necesidades profundas del paciente, para poder así abrir canales que le faciliten el acceso a su propia fuente interna de sabiduría y bienestar. Para ello, el terapeuta utiliza algunos de los métodos citados, sin atarse a ellos en forma dogmática, ya que la flexibilidad en la respuesta es su don. Cada persona es diferente y atraviesa distintas etapas, en las que será necesario a veces abordajes físicos (sean suaves o movilizadores), exteriorizaciones emocionales, reflexión, energía, conexiones espirituales o quizás bailar o dibujar, todo sin olvidar jamás que somos una unidad, manifestada en un cuerpo físico.

Muchas veces se escucha «Quiero cambiar». ¿Qué cambia, quién? Primero, es necesario aceptar lo que eres y luego amar lo que eres. Adriana Schnake dice: «lo que somos es siempre mejor que la fantasía de lo que queremos ser». YA eres perfecto. YA tienes lo que deseas para hacer lo que anhelas. YA eres suficiente tal cual eres (como dice Richard Moss). La tarea consiste en despejar los velos que lo cubren, en iluminar las sombras, a fin de que la Luz emerja de allí donde siempre está, para seguir co   creando con el Universo. Cuerpo, Mente y Espíritu ,  ya sabes  Materia, Luz y Poder juntos.

FIN

Fin de este capítulo